Un año más, también en este terrible año de 2020, ha llegado la fiesta de santa María de la Merced, la fiesta de Nuestra Madre. Para ella nos hemos ido preparando en los días previos, con oración y meditación, dirigiendo nuestra mirada a la tarea redentora a la que hemos sido llamados. En medio de nosotros siguen existiendo cautivos que reclaman nuestras manos. Por eso dirigimos nuestro clamor a Ella, que escucha siempre el llanto de nosotros, sus hijos. Hace más de ochocientos años, ante los ruegos de los cristianos cautivos en manos de enemigos de la fe, ni quiso, ni pudo permanecer indiferente. La posesión más grande que tenemos todos nosotros, como cristianos, es el regalo que nos han hecho el día de nuestro bautismo: la unión con Cristo. Gracias a esto podemos caminar en el exilio como hijos de Eva, vencer al pecado y a la muerte, superar las dificultades a las que nos enfrentamos y llegar seguros a la patria futura, el Reino de Dios.
María Santísima no es ajena a ese regalo, está unida a su Hijo y nos lo ofrece como la madre que da lo mejor que tiene a sus hijos. Con su sí da inicio a nuestra redención y da paso a la encarnación del Verbo del Padre; con su sí Ella se convierte en la primera discípula de su Hijo que conserva y medita la palabra y las obras de Dios en su corazón; con su sí Ella se transforma en corredentora, medianera de todas las gracias, unida al único Redentor y único Mediador ante el Padre. Ella nos toma de la mano y nos da fuerzas para llegar al pie de la Cruz y, después, para alcanzar la Resurrección. En esto consiste su vocación perpetua. Y una espada terrible atraviesa su corazón cada vez que uno de los discípulos de su Hijo está a punto de perder la Fe, de abandonar a Jesús, de dar la espalda a la Gracia. En esa situación se encontraban los cautivos cristianos durante la reconquista. Si renegaban, si se convertían al islam, su vida se convertía en algo mucho más fácil. La tentación era enorme, y muchos sucumbían a ella.
El llanto innumerable se alzaba y Nuestra Madre no pudo dejar de escucharlos, de escuchar a los exiliados, a los hijos de Eva que elevaban su oración a ella. Y, en respuesta, inspiró a san Pedro Nolasco la obra redentora mercedaria. Se transformó así en santa María de la Merced de la redención de cautivos. Se convirtió en madre de una familia religiosa que, a lo largo de los siglos, está siempre dispuesta a entregar su vida por completo, con alegría, al servicio de la Fe y la salvación de sus hermanos. Nuestros corazones mercedarios, religiosos o laicos, laten al unísono con el de nuestra Madre. Así lo han hecho los de nuestros santos y beatos, los de nuestros venerables y siervos de Dios, los de tanta gente anónima que han empeñado vida y capital para devolver a sus hogares en la libertad de los hijos de Dios a tantos cautivos en peligro de perder la fe y la comunión con la vida divina.
Elegidos para redimir, nuestras manos no pueden permanecer inermes. Nuestra misión es extenderlas hacia aquellos que por no tener, no se tienen ni a sí mismos. Nuestros ojos, como los de María, deben estar llenos de misericordia para reconocer las cautividades presentes que alejan, que apartan de Jesús. En nuestro tiempo seguimos encontrando cadenas que nos impiden hacer de la voluntad del Señor el cimiento de nuestra existencia. Podremos citar las drogas, el dinero, el poder... pero en este año terrible del 2020, son la enfermedad y el miedo los que forjan entre nosotros poderosas cadenas que nos atan a la desesperanza. Como mercedarios es también nuestra obligación intentar romperlas y devolver al que desespera en la oscuridad, la luz de Cristo redentor, fuente de nuestra vida y esperanza. María Santísima de la Merced nos convoca al oficio de redentores, vistamos nuestro corazón con su blanco escapulario y pongámonos manos a la obra. Un año más.
Padre Fr. José Anido Rodríguez. Convento de San Gregorio.